Escrito por: Por Rafael P. Rodríguez
Más de un factor de extinción y disolución-desde que cierto cubano del exilio asentado aquí y que fabricaba salchichón elaborado con la dulzona carne de burro, en los años setenta, lo situó al borde de la desaparición total-mantiene amenazada la discreta existencia de esta útil criatura y estampa pueblerina, casi siempre cargada de viandas o de carbón.
Todavía la historia oral presenta a su consorte la burra, como consuelo de aquellos ciudadanos que, a escondidas, se cruzaban el río para ir en busca de una que otra aventura erótica que no contenía ningún compromiso de estipendio económico.
Tú le ponías una papeleta en una oreja como pago del servicio y ella lo rechazaba en el acto moviéndolas violentamente, advierte cierto testimonio de esa historia secreta.
En cambio, la sabana africana y ciertas zonas de Estados Unidos, que lo importó de ella, lo muestran robusto y lleno de libertad, peleándose por hembras o echando sus carreras de macho alfa.
Si bien el burro (equus asino), es decir, la ciencia lo asimila desde los griegos, al caballo, su pariente, es lento e individualista a su manera y no tiene los amigos que debiera en razón de ello, no porque sea el imbécil que quieren otros, sí pertenece a una época de menos sordidez endiablada de motores que lo hacen recordar con nostalgia.
No lo han podido convertir definitivamente en materia de archivo porque usted lo ve cruzar esas calles sacrificado él, bajo la inclemencia de los elementos y un tránsito diabólico que no se sabe cómo lo sobrevive.
Pero sus días de animal parejero que se reunía por decenas en plazas comerciales, están más que contados.
Resignado a una suerte de casi descrédito o de metáfora de la brutalidad y del desplante, Yoryi Morel lo reivindicó, inmortalizándolo en el lienzo cargando a una morena que pregonaba rosas, begonias, claveles, dalias y otras materias de los mejores jardines naturales del Cibao.
Probablemente nadie encontrará tiempo para lamentar la ausencia triste de este ser que desaparece sin remedio cuando definitivamente la “modernidad” se asiente en estas calles pobladas de horrendos altoparlantes, que en esa habitual guerra de nervios que se ha constituido el moverse sobre la vía pública, violan en su discurrir hasta el brillo de las estrellas.
EL NACIONAL DIGITAL
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